viernes, 16 de mayo de 2014

Dos fobias de un tiro (relato corto semi-verídico)



Hoy, por fin, me he decidido a contarles a mis hijos el por qué de mi fobia a los gatos. Y no porque me apetezca, pero están hartos de verme cruzar la calle cada vez que me encuentro con uno de esos sigilosos fantasmas nocturnos, mientras ellos los miran con caritas compasivas.

Los he sentado alrededor de la mesa pequeña de la cocina. Me ha parecido más apropiado estar más juntos cuando les explique lo que tanto me aterra, aunque con el paso del tiempo creo que se ha llegado a convertir en mutuo odio. Pongo unos vasos de leche y algo para picar, aunque la historia no es demasiado larga, en verdad. Ambos me miran atentos con ojos interesados. No se lo pueden creer, después de tantos años, poder solventar una duda que, por su forma de mirarme, debe de ser para ellos como el tan escurridizo Boson de Higgs.

-Bueno- les digo, receloso aún de exponer abiertamente cuestiones que para mi originan siempre reticencia. – cuando tenía aproximadamente seis años, vuestros abuelos ya conocían muy bien mi aprensión a las agujas hipodérmicas, cuestión lógicamente entendible en una criatura de esa edad, pero que para ellos se convertía en un suplicio cada vez que debían llevarme a una casa vecina, donde vivía una señora de unos cincuenta y cinco años, pelo gris y mil arrugas, llamada Doña Adela, practicante del único Hospital de por aquel entonces. Así llamábamos antes a las “pinchaculos”-.

La sonrisa en los rostros de mis hijos calma un poco mi tensión arterial, que va  como siempre a su bola. Pero sólo un poco.

-después de arreglar al niño, abrigándolo hasta casi asfixiarlo, salimos a la calle. Día feo, muchas nubes, con un viento que helaba la cara: la única zona que no me habían envuelto. La calle donde vivíamos la cruzaba una carretera de tierra de un solo sentido, donde los numerosos coches que se acumulaban a primeras horas de la mañana estaban obligados a utilizar si querían salir del barrio, dejando uno tras otro una estela de polvo, al que yo tan alérgico era. “De ahí mi visita a Doña Adela”.

La mano de mi madre tapaba mi boca y mi nariz, no así los ojos con los que pude ver un enorme gato en la acera de enfrente. Ambos me llevaban cogido uno de cada mano… crucificado, para que no me soltase cuando enfilásemos hacía la casa de la “pinchaculos”-

Mis hijos se parten de risa, mientras mi mente me sitúa, como dos pistoleros a punto de batir en duelo, ante aquel gato callejero, casi cincuenta años atrás.

-fuertemente agarrado por si me soltaba cuando tomáramos la dirección que sabían que me provocaban pequeños-grandes arrebatos, tirando de ellos en la dirección contraria, intentamos cruzar la calle.

Entre los intervalos de los coches que no cesaban de pasar, confirmé que aquel gato iría a por mí en cuando pusiéramos un pie en la acera contraria. Incluso entre las nubes de polvo podía ver como sus ojos color canica, no dejaban de advertirme que hoy yo era su presa.

Mi arrebato fue apocalíptico, mis ojos se movían entre mi padre y mi madre casi fuera de sus órbitas, era lo único que se me veía con la boca y la nariz tapada. Tiré de ellos con todas mis fuerzas, y mis padres al contrario hacia la casa de Doña Adela. “mis padres debían pensar qué o me arrastraban o hoy no llegaban al trabajo”.

Arrastrado hacia el gato, entre la polvareda, con cara de loco, el felino se abalanzó sobre la pieza que le llevaban en bandeja y con los brazos amarrados. Fue el único sitio que encontró para clavar sus uñas, el único expuesto a sus zarpas, la frente, arañando tanto como pudo hasta que mi padre me lo quitó de encima, lanzándolo por los aires hasta una rampa de garaje en construcción.

Carreras hacia casa, curas en la frente, liberado de las toneladas de ropa   y yo, acojonado, recordando los ojos de asesino del gato y con los brazos enrojecido de la refriega con los que me querían entregar en sus garras.


Encima ese día no me libre de la “pinchaculos”. Ración doble de Anti-tétanos y otra fobia para toda la vida.

Mis hijos me comprenden con la mirada. Así lo siento. Incluso palmean el dorso de mi mano antes de decirme, mi hija de cinco años mirando a su hermanito de tres. –Papí, ¿podemos tener un gatito?-

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