jueves, 19 de junio de 2014

Mis dos lunas y mi paciencia (Relato corto)


Esa noche volvía a reencontrase con sus dos lunas, las que tanto disfrutó allá en su pueblito costero natal. Enfrentadas una a una, en lo profundo del firmamento y en las negras aguas del mar.

Desde allí, a la distancia justa para poder amarlas de nuevo, allí donde diseñó su plan, en la ciudad que lo acogió hacía más de veinte años, donde se hizo hombre y tuvo a sus hijos. Donde fue reconocido y tanto dio a su vez. Allí, en la ciudad donde había construido sus mayores proyectos; su familia y la Torre Le Infant. Negra como las tranquilas aguas de la bahía donde nació, allá donde soñó con poder ser el mejor arquitecto del mundo. Ahora, aquí estaba, disfrutando de aquel plan perfecto, el edificio más alto y más moderno de su país, casi arañando las estrellas, escondido en la fría noche, reflejando la luna como único punto de referencia, enfrentándolas de nuevo. Sus dos lunas, una, en el profundo firmamento, y la otra, en los oscuros cristales de su nuevo edifico: álgido y majestuoso contra la noche.

Y aún así estaba triste y furioso, incluso con lo logrado, no podía disfrutarlo como a él le hubiera gustado, como soñó cuando aún era un crío, un crío de la edad que tenía ahora su hijo menor. Desde allí, a la distancia justa y perfecta, tenía demasiado cerca ese otro edificio que tanto dolor trajo a su familia. Jamás hubiera pensado que odiaría con esa fuerza vengativa una edificación, cuando lo que único soñaba a diario de niño era construirlas.

En su fuero interno sabía que el edificio no era el culpable de sus desgracias, pero no podía evitarlo. Mientras se celebraba el juicio contra el colegio religioso, que tenía apenas a ciento cincuenta metros de donde intentaba disfrutar de sus dos lunas de nuevo, por los malos tratos infringidos a su pequeño y a otros dieciocho niños que sus respectivos padres habían internado, en la confianza de ceder sus más queridas posesiones a una hermandad religiosa, casi tan antigua como la humanidad conocida, habían sido llevados hasta aquel lugar, en el que ellos pensaron que los dejaban a salvo, protegidos y en buenas manos: esas mismas manos que levantaron contra los niños castigándolos impunemente, contra esos pequeños indefensos. Donde fuimos llevados para ver el lugar a los que los ataban durante horas, bajo el intenso sol y la fría noche. Aquel espacio que se hallaba ahora impregnado de toda esa tortura cruel contra unos simples chiquillos,

Desde aquel día, ni uno sólo había dejado de subir hasta allí, hasta aquel edifico y su patio exterior que tanto dolor le conferían: sus muros llenos de musgo, sus árboles deshojados y renegridos, sus ventanas rotas desde donde creía oír angustiosos sollozos aún, en los elementos creados para sus juegos; columpios, toboganes y tubos de colores donde esconderse, jugando, riendo y disfrutando, que era lo propio. Ahora todos esos elementos se desteñían tristes, atrapados por el dolor de sus pequeños usuarios, en aquel entorno tan amargo y horrible ya.

Allí, a donde había subido tantas veces con el barril de cuarenta litros de gasolina, Tantas hasta hoy. Hasta que recupero sus dos lunas y se decidió acabar con aquel profanado edificio. Verlo arder no le evitaría seguir queriendo castigar a los que verdaderamente hicieron el mal, pero tenía paciencia, esperaría lo que hiciera falta hasta encarar sus rostros de seres inhumanos.

Y creyó ver el reflejo del fuego en sus dos lunas, asumiendo el daño, la pena y la impotencia. La impotencia que ahora mismo debía disfrazar de paciencia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario